Con sus picos relamidos llegaron al anochecer hasta la puerta de mi casa,
intercambiaban los gestos que la noche guarda para sí misma,
vestían largas gabardinas y apretadas sus cinturas,
sus armas eran francamente extrañas y muy grandes.
Atrás el recuerdo de una ciudad extinta.
Uno portaba capucha,
otro, un viejo tambor de lata,
y un bastón descansaba en las rodillas del que estaba sentado
interpretando mi silencio.
Con sus picos relamidos,
me miraban desde ese punto inasible donde los reinos se juntan.