Qué soledad tan impensable,
la de aquel que se emborracha hasta perderse,
porque nadie le espera,
o porque la que lo espera durmiendo
en uno de los lados de la cama,
no es quien habita su ebrio corazón.
Qué soledad la de aquel que se queda dormido
debajo de las desveladas mesas,
la de aquel que trastabilla al pasar el umbral,
y deja prendida la llave de la puerta
y se queda dormido en la taza del baño
hasta que alguien, a la mañana siguiente,
lo despierta diciendo:
¡Amor, el desayuno está listo!
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